Decir `hola´, cuando dos personas se encuentran, tiene mucho sentido. Es una declaración de buenas intenciones. De no beligerancia. De reconocimiento mutuo. En él se ha basado siempre buena parte de nuestra socialidad.
Pero, por desgracia, decir hola es un gesto que se está perdiendo.
En un viejo libro, de la especie compleja de la autoayuda, un psicólogo, Eric Berne, sentenciaba sobre el valor de saludarnos y de decir “hola”: “Saludar correctamente -escribía- es ver a la otra persona, ser consciente de ella como un fenómeno, hacérselo presente y estar dispuesto a que ella se haga presente”. Por esta razón, nuestro autor se alarmaba al comprobar que, en el momento en que escribía -los años 70-, la gente tendía a no saludarse. Es decir, a no reparar en la existencia de los demás, a no reconocerse mutuamente. Y, por aquél ya lejano 1973 se preguntaba: “¿Qué está haciendo todo el mundo en lugar de decir “hola”?
¿Qué hacemos en lugar de decir “hola”?
Pasados más de cuarenta años, esta sigue siendo una cuestión importante: ¿por qué no estamos bien dispuestos a saludarnos y a reconocernos mutuamente?
Más importante aún, ¿Qué está sucediendo que el negarse el saludo se esté convirtiendo en un rasgo característico de nuestra época?
Hay causas sicológicas, sociológicas y mediáticas.
Desde el punto de vista sicológico, el propio Berne explicaba así la situación. Según él, el saludo correcto, el decir “hola” con propiedad exige siempre tres operaciones. A saber:
- Arrojar la basura que ocupa nuestro cerebro mientras saludamos.
- Quitarse de la cabeza la basura mental que nos impide ver que el otro es una persona que espera algo de nosotros.
- Y, finalmente, y tras haber saludado, arrojar de nuestro cerebro todos los residuos de todos los agravios recibidos.
Pues bien, lo habitual es que no seamos capaces de realizar ninguna de estas tres operaciones y, sobre todo, todas ellas a la vez. ¿La razón? Porque saludar y reconocer al otro, como acto de apertura a la realidad y a los demás, puede suponer la modificación de algunos patrones o guiones esenciales con los que conducimos nuestra atención y nuestra actuación. Por tanto, rehuir el saludo, constituye un mecanismo defensivo para tratar de evitar la posibilidad de perturbación de dichos guiones, por muy gastados o anquilosados que estos puedan resultar.
Veamos en qué consisten estos guiones.
La mayoría de nosotros orientamos nuestro actuación -tanto en las cuestiones cotidianas como en las profesionales- en función de ciertos guiones que hemos asumido en nuestro interior y que nos vienen inculcados en la infancia. Estos guiones nos ofrecen sumariamente ciertos objetivos vitales, determinadas formas de ver el mundo y un singular estilo de comportamiento. Con ellos afrontamos los dilemas que se nos presentan y tratamos de resolver coherentemente las circunstancias cambiantes de nuestro entorno. Aseguran de este modo, nuestro equilibrio cognitivo y nos conceden esto que denominamos “identidad” estable.
Pero cualquier novedad, como el hecho de reconocer a un otro al que saludamos supone un acto de apertura a los desconocido y, por tanto, un cierto desafío a la estabilidad con que seguimos las exigencias de los guiones.
Así, cuanto más cerrados e impermeables nos mantengamos a los estímulos externos, menos riesgos correrá la estabilidad de nuestro guión. De aquí que el no saludar, el negarse al reconocimiento del otro funciona como un mecanismo de defensa de nuestra propia estabilidad sicológica. De este modo eliminamos riesgos reforzamos el cumplimiento estricto de los guiones que asumimos.
Es pues, un ejercicio de acción reacción, de búsqueda de equilibrio. La novedad y el desafío que representan los demás, se compensa con nuestro cierre en torno al guión que hemos asumido. Por eso evitamos los saludos. Y, también, por eso, nuestros guiones -por mucho que los cultivemos con insistencia- se van tornando, con el paso del tiempo, esquemas anquilosados, inflexibles, alejados de la vida real y obsoletos.
En la medida en que no somos capaces de poner en cuestión nuestros guiones iniciales o de liberarnos de ellos, nos vamos haciendo cada vez más insensibles y más inflexibles. Bloqueamos nuestras relaciones personales y nos ensimismamos en nuestro propio guión vital. El no saludar contribuye a este cierre sicológico a nuestro entorno.
Cómo huimos de los demás en las ciudades
Al cierre personal que supone el encerrarse en la fidelidad a los guiones de vida, se dan otras circunstancias sociales que apuntan en la misma dirección. Uno de ellos tiene que ver con las relaciones sociales que se dan las grandes ciudades.
Todo apunta a que las ciudades -cada vez más populosas y ruidosas- tiene que ver mucho con esta tendencia a encerrarnos en nosotros mismos, y, consecuentemente, a evitar saludar a los demás. Todo parece indicar que hemos hecho del no saludar un elemento de activo de elusión del otro y de confirmación de un cierto solipsismo propio.
¿Por qué?
Georges Simmel -que escribe a principios del siglo XX- evoca una primera razón para explicar esa indiferencia ante los demás. Según él, se trata de un mecanismo de defensa ante un fenómeno sicológico de primer orden: la intensificación del estímulo nervioso que experimenta el urbanita en las ciudades.
El sociólogo alemán plantea que las ciudades, conforme crecen van generando una gran cantidad de estímulos intelectuales y perceptivos, con tal celeridad y con tales cambios que acaban exigiendo a sus habitantes un esfuerzo sicológico tremendo. Se puede decir en una palabra, las ciudades intensifican el ritmo nervioso de las personas: exigen cada vez más atención, más estados de alerta, más disposición al cambio de actitudes. En comparación, con lo que era habitual en un medio rural, se ha experimentado un salto cualitativo: se ha pasado de un relativo sosiego y tranquilidad, a un permanente estado de tensión nerviosa y de ansiedad. Con el consiguiente aumento de la presión externa sobre la la psique de del urbanita.
Es estas circunstancias en las que las personas optan -como hemos visto que hacían en relación con los guiones vitales- con ir cerrando progresivamente su grado de exposición al mundo y a los demás. Ya no solo por razones de coherencia conductual, sino por razones de mero equilibrio sicológico.
Así, los urbanitas ponen en marcha diversas estrategias de amortiguación sensorial e intelectual. A saber:
- Disminuyen la capacidad empática de cada cual. Los ciudadanos, solicitados por el desafío que supone encarar abiertamente a los los demás, hacen un esfuerzo sistemático por proteger su dimensión emotiva, y tienden a tratar de desalojar sus emociones de las rutinas de su vida cotidiana. De este modo, se alejan de los demás. Tratan siempre de evitar las ocasiones en que podrían simpatizar espontáneamente con sus conciudadanos. Con lo cual, tienden a aislarse. Y, de este modo, se hacen más retraídos, más cohibidos, más antipáticos que los habitantes de las zonas rurales.
- Intelectualizan su relación con los demás. Le quitan emotividad. Se responde, así, a la intensificación nerviosa que provoca el aumento de estímulos externos. Y mediante respuestas puramente intelectuales, se practica una especie de huida de la emotividad espontánea. No hay implicación emocional. Respondemos fríamente a los demás, con distancia. Diríamos, en palabras de Heidegger, con nuestra “mente calculadora”. De este modo, nuestra relación con el mundo y con los demás, se hace más abstracta, más general y superficial e intelectual -porque el intelecto reside en la parte más externa del cerebro, mientras que nuestras emociones residen en la parte más profunda.
En conjunto, la reducción de empatía y la intelectualización de las relaciones con el otro sirven como mecanismo de defensa ante un mundo -el de la ciudad- nervioso, cambiante, acelerado, que les resulta avasallador.
Todas estas estrategias conducen a situación casi generalizada: los ciudadanos de la metrópolis “en vez de actuar con el corazón, lo hacen con el entendimiento”; o sea, con la parte del cerebro más alejada de las profundidades emocionales de la personalidad.
Intelectualización y monetarización
Simmel, conecta los fenómenos de falta de empatía y de intelectualización con otra realidad bien presente en las ciudades: el intercambio económico, el comercio y el dinero. O sea, con el movimiento de un capitalismo creciente.
Intelectualización y monetarización serían, desde este punto de vista, dos operaciones homólogas que presentan resultados semejantes.
La intelectualización convierte al otro -a todos los demás- en una signo abstracto, en una categoría general, privada de cualquier singularidad. La monetarización, por su lado, asigna un valor de cambio a cada objeto con el que se empareja, y así, le arrebata -como hace la intelectualización con las personas- su valor cualitativo singular. Ambas consisten en evaluar y cuantificar, de un modo abstracto, tanto a las personas como a los objetos.
Así, lo esencial en las ciudades -intelectualizadas y dominadas por el dinero- es el valor de cambio. O sea, lo que reduce “ toda calidad e individualidad a una sola pregunta: ¿Cuánto cuesta?”
Una frontera entre las emociones y el intelecto
Se abre así, en las ciudades, un muro infranqueable entre las emociones y el intelecto: “Todas las relaciones emocionales entre las personas están fundadas en la individualidad, mientras que en las relaciones intelectuales la persona es equiparable a los números, como un simple elemento indiferente en sí mismo…”. Y “estas características de la actitud intelectual contrastan con la naturaleza de las relaciones que se dan en los pequeños círculos, en los que el conocimiento inevitable de la individualidad de cada cual produce necesariamente un tono más cálido de comportamiento, algo que está más allá de la actitud que consiste únicamente en sopesar objetivamente los servicios prestados y los recibidos, es decir, la prestación y la contraprestación”.
En las grandes ciudades, donde se desarrolla plenamente el mundo del comercio y del dinero, los ciudadanos nos hemos acostumbrado a relacionarnos con los demás en términos monetarios y calculadores, alejándonos del conocimiento de la individualidad del otro y procurando distanciarnos fríamente de las emociones con las que solemos reaccionar cuando estamos en pequeños círculos.
Como nos sentimos avasallados por la constante intensificación nerviosa de la gran ciudad, reaccionamos con una maniobra defensiva: reducimos nuestra empatía, rebajamos las respuestas emocionales y nos valemos solo del intelecto para relacionarnos con los demás.
Usamos, pues, nuestra mente calculadora para medir -casi en términos económicos- lo que los demás valen para nosotros. Y calculamos en una nueva moneda que mide los servicios que los demás nos prestan y las contraprestaciones que esto nos exige.
Un estilo de vida distante y frío
A partir de la intelectualización y de la monetarización, construimos un estilo de relación cosmopolita:
- Nos cerramos al encuentro con los demás. Tendemos a rebajar el tono de nuestra empatía personal y emocional. A considerarlos como un simple número, y valoramos nuestra relación con ellos en términos casi monetarios.
- Protegemos nuestra individualidad de la vista de los demás. Preferimos que los demás no nos conozcan, pasar desapercibidos. Nuestras relaciones en las ciudades tienden a ser sociales, nunca comunitarias, como diría Tönnies. Potenciamos el anonimato como sistema de identidad. Nos gusta pasar como uno más, sin distinción, con una identidad estandarizada, marcada superficialmente. Así no corremos riesgos. La superficialidad se ha convertido en un sistema defensivo.
- Practicamos una soledad multitudinaria. Hemos inventado para las ciudades un espacio intermedio entre el estar solo y el estar acompañado: estar solo en multitud. En las grandes ciudades, la proximidad física no implica relación personal, simplemente una circunstancia de ambiente. Los próximos -espacialmente hablando- han dejado de ser no prójimos en el sentido moral del término. Son, solo, otros solitarios que rodean nuestra propia soledad.
Pero si estos movimientos proceden de la reacción defensiva de las personas ante la intensificación nerviosa producida por las ciudades, lo cierto es que en el siglo XXI, con las tecnologías digitales, la situación se ha sofisticado mucho más. Y el fenómeno de distanciamiento con respecto a los demás se ha agudizado.
Más allá de las ciudades, hemos entrado en el nuevo mundo de las ciudadelas personales, construidas mediáticamente y a partir del proceso de la digitalización.
Son estas ciudadelas las que ahorman nuestra personalidad y formatean nuestras relaciones personales. Y las que se están convirtiendo en la matriz de nuestra socialidad.
¿Qué sucede con las ciudades digitales?
Las ciudades digitales
Las ciudades se han hibridado con las nuevas ciudadelas personales. Y han llegado a crear un nuevo entorno vital dominado por las comunicaciones móviles y el acceso y la conexión permanente. Es decir, por todo lo que representa el teléfono móvil. Una ciudad física -plagada de población, de estímulos nerviosos, sofisticada y cambiante- se amplifica mediante las comunicaciones que permiten los teléfonos móviles y los dispositivos digitales.
Las ciudades, se reconstruyen a sí mismas a partir de los dispositivos digitales, pero en una línea de continuidad con la matriz que las había forjado sin ellas: intensificación nerviosa, multiplicación de estímulos, amplificación del comercio y de la monetarización, aceleración de los cambios, etc. Lo que cambia es la escala. La ciudad pre-digital se limitaba a las condiciones de su propio espacio y demografía. Las nuevas ciudades digitales se ensanchan con el impulso que proporciona la virtualidad y la dislocación de tiempos y espacios. La ciudadanía digital alcanza así una escal completamente desconocida.
Son dos crecimientos paralelos y complementarios. Las ciudades actuales tienden a convertirse en megaurbes. Han multiplicado sus habitantes y la complejidad en que estos viven. Pero lo han hecho, ayudados por la tecnología digital, por la potenciación del intercambio informacional y de los sistemas de control que esa potenciación permite.
De manera que las ciudades digitales inteligentes son, en gran parte, una continuidad de las cosmópolis. Y, a la vez, representan un salto de escala y de magnitud que solo permiten fenómenos muy actuales como el tratamiento del big data, la inteligencia artificial y las plataformas digitales.
Pero desde nuestro punto de vista, la socialidad en estas megaurbes digitales sigue inspirada en los mismos principios de socialidad que hemos descrito anteriormente, es decir, la abstracción, al intelectualización y la monetarización. Solo que aumentados y reforzados.
Y es, justamente, en estas nuevas ciudades digitales en las que los teléfonos móviles están levantando una nueva especie de ciudades virtuales que se están convirtiendo en los nuevos gestores de la socialidad. Y todo ello gobernados, como hemos dicho, por un dispositivo relativamente reciente: el teléfono móvil.
Las ciudadelas personales
Pero dentro de esta nuevas ciudades digitales, se están levantando nuevos muros, nuevas formas de protección y distanciamiento. La telefonía móvil no solo ha ayudado a ensanchar las ciudades, como parecería a primera vista, sino que ha contribuido a crear castillos personales, o mejor dicho, ciudadelas personales, en la medida en que estas tienden a reproducir y a imitar los mecanismos ya instalados en las ciudades.
Para que estas ciudadelas rijan la vida social debe existir la posibilidad de levantar muros, crear obstáculos a las relaciones personales y establecer puertas limitadas de acceso y de interrelación bajo una cuidada vigilancia. Pues bien, a todo ello contribuye de manera muy efectiva el teléfono móvil.
El teléfono móvil inteligente se ha convertido en el talismán y en el auténtico microcosmos de una nueva forma de distanciamiento social, de un sistema de establecer ciudadelas personales que rige en el sistema de socialidad contemporáneo. Es, sin duda, el operador activo de ese distanciamiento social que ya impulsaron las ciudades. Pero le han dado un nuevo impulso.
Conviene, pues, leer bien el funcionamiento social del móvil, y describir, con precisión, su modo de interferirse en nuestras vidas. Al hacerlo, estaremos comprendiendo mejor la nueva matriz socialidad que nos puede deparar una sociedad totalmente digitalizada.
Cuando perdemos el móvil descubrimos las condiciones de nuestra socialidad
El teléfono inteligente, de hecho y en casi todo el planeta se ha convertido en un apéndice vivo de nuestro cuerpo y lo hemos asimilado práctica y emocionalmente. Lo cual se aprecia cuando se siente su ausencia.
¿Acaso alguno de nosotros no ha sentido que al perder u olvidar -aunque solo sea por unos instantes el móvil- es como si una parte importante de nuestra estabilidad personal se derrumbara?
Efectivamente, perder el móvil es una de las siguientes cosas o todas a la vez:
- Sentirse desorientado. Sin móvil, a veces, no sabemos emprender una ruta, localizar la dirección a la que tenemos que acudir o calcular el tiempo de un trayecto. Nos sentimos, pues, sin sistema de orientación autónomo. Perdidos.
- Sentirse desconectado. Es, muchas veces, una sensación angustiosa. No podemos ser localizados por nadie. No podemos, por nuestro lado, llamar a nadie, ni enviar ningún mensaje que explique nuestra situación. Sentimos como si el mundo nos hubiese expulsado a un arcén de la existencia y estuviésemos sin modo de retorno.
- Vivimos la sensación de haber perdido nuestra intimidad. Nuestro móvil contiene infinidad de datos nuestros. Contactos, contraseñas, documentos, fotografías… Un sinfín de elementos que componen nuestra personalidad reservada -al menos conscientemente- y que consideramos que son asuntos íntimos: textos de whatsapp, correos electrónicos, documentos en la nube, etc. . Pero, de repente, los hemos perdido todos. Pensamos que los puede haber encontrado alguien y que los va a usar para desnudarnos o para robarnos parte de nuestro ser íntimo.
- Nos podemos sentir arruinados o, como mínimo, amenazados de ruina. Sabemos fulgurantemente que hemos perdido acceso a nuestras cuentas bancarias, tarjetas de crédito, etc. Alguien puede utilizar todo eso para robarnos.
En definitiva, sin móvil, habiéndolo perdido, nos sentimos muy vulnerables, en peligro, sin personalidad, sin intimidad. Hemos perdido nuestro ser. Es en ese momento en el que alcanzamos a comprender -y padecer- que hemos delegado demasiados aspectos importantes de nuestra vida en el teléfono. Es, quizá, una toma de conciencia radical, brusca. Pero es muy pedagógica. Es en ella cuando advertimos la vulnerabilidad de nuestra personalidad y la dependencia que hemos tejido con ciertos dispositivos tecnológicos.
Esa vulnerabilidad tiene que ver solo con un aspecto del funcionamiento del teléfono móvil: la expropiación sistemática que realiza de nuestros datos personales y de muchas de nuestras competencias. Pero hay otra vertiente, otro aspecto de su funcionamiento que de lo que se encarga es de potenciar el fenómeno de distanciamiento con los demás que ya favorecían las ciudades cosmopolitas.
De hecho, el teléfono móvil es un dispositivo que se encarga de construir y gestionar las modalidades de nuestra relación con los demás. El que se encarga de establecer nuevas barreras, nuevos sistemas de interacción y el que, en definitiva, gestiona una nueva suerte de proxémica mediatizada. El que establece las distancias con las que relacionarnos con los demás. El que marca el estilo de comunicación en esas nuevas distancias. El que limita o permite el acceso a nostros mismos por parte de los demás… Es como si la telefonía móvil hubiese levantado ciudadelas digitales a nuestro alrededor.
El teléfono móvil como gestor de nuestra proxémica
¿Qué hace el teléfono móvil a la hora de gestionar nuestras distancias, nuestra proxémica y, en definitiva, a la hora de mediar nuestras relaciones con los demás?
Veamos, a continuación, algunas de las operaciones más singulares en este terreno.
- Cuando usamos el teléfono móvil y nos colocamos los auriculares correspondientes, estamos creando un filtro activo y muy selectivo en relación con todos los datos de nuestro entorno. De hecho, estamos poniendo un obstáculo importante a todos estos datos. Como si hubiésemos levantado una muralla alrededor nuestro y dejado abiertas, solo unas cuantas puertas muy estrechas para que lo exterior nos pueda alcanzar.
- Al mismo tiempo, cuando nos ponemos auriculares o estamos usando el teléfono, estamos enviando signos de distancia, de separación con respecto a los demás. Estamos diciendo: “estoy ocupado. No os puedo prestar atención. No os oigo, aunque pueda veros. Estáis en mi segundo plano perceptivo”. Es, por tanto, un signo de desatención calculado y ostentoso. Los auriculares, son un emblema del: “no te voy a decir ni hola”.
- El teléfono móvil permite -no obstante su carácter de filtro- que invadamos el espacio auditivo y personal de los demás. Nos permite hablar en voz alta con alguien con el que los demás, los que nos rodean, no tienen ninguna relación, ni siquiera conocen. Es, en toda regla, un sistema de invasión del espacio del otro. Es un método de avasallamiento, frente al cual los otros poco pueden hacer. De hecho, los teléfonos móviles han creado una especie de promiscuidad anónima y distante dentro del espacio público. Han potenciado una ignorancia avasalladora del otro. Y, en ocasiones, incluso permiten un exhibicionismo público que no solo ignora al auténtico interlocutor de la conversación sino que ignora -y no ignora- al que nos escucha sin más remedio que sufrir el avasallamiento de forma paciente.
La consecuencia es que los móviles han venido a levantar ciudadelas digitales personales, trastocando así nuestras burbujas íntimas y personales habituales. Como en las tradicionales ciudadelas, los filtros que nos ayuda a levantar el móvil son las barreras que impiden el paso a los demás. Los grandes torreones de guardia y de vigilancia, funcionan como los auriculares del móvil, diciendo a los demás que en nuestra ciudadela personal no todos son bienvenidos. Y, sin embargo, la altura que alcanza algunas torres permiten -como el móvil- avasallar el espacio de los demás.
La paradoja es que, pese a haber levantado ciudadelas, los móviles son también el operador y el símbolo de una auténtica vulnerabilidad que sentimos todos en las ciudades actuales y que nos afecta de lleno en nuestro ser social.
Las ciudadelas personales han ocupado el espacio público, fragmentándolo y disolviendo su auténtico valor. Y nos han devuelto una serie de archipiélagos balcanizados de la existencia en la que los fenómenos de exhibicionismo, ignorancia, avasallamiento y distanciamiento son todos posibles.
Las ciudades actuales se han vaciado, pues, de las calles, de los espacios compartidos, aquellas relaciones personales que constituían el tejido comunicacional activo de nuestras comunidades. Están dominadas por las nuevas ciudadelas móviles.
El teléfono móvil ha desalojado, pues, el sentido que tenía el espacio público comunitario, y le ha restado, al hacerlo, sentido a este. Ha convertido lo que era un espacio de relación en un simple espacio de tránsito, de transición. Lo que Marc Augé denominada los no-espacios.
Casi todos nuestros espacios públicos han dejado de ser, así, puntos de encuentro para convertirse en meros pasillos, corredores, zaguanes, vestíbulos, salas de espera, etc. Es decir, en lugares que se atraviesan para encontrarse en otro lugar. Lo malo es que ese otro lugar queda cada vez más lejos y más disminuido.
Hoy, pues, casi toda la ciudad cosmopolita está, por obra y gracia del teléfono móvil, deshecha en fragmentos, en pequeñas ciudadelas personales que se mueven libremente.
Hemos perdido, pues, una socialidad comunitaria basada en el reconocimiento de los singular y la hemos sustituido por el sucedáneo de un refugio personal garantizado por el teléfono móvil. Lo que llamamos ciudadelas móviles. Solo en este mundo, tan protegido y tan aislado al mismo tiempo, parecemos sentirnos seguros.
Una ciudadela que se cuida de ignorar a los demás; de indicarles que no les queremos cerca y de que podemos, incluso, prescindir de su presencia aunque estemos uno encima del otro. Una ciudadela que nos permite prestar a los demás una desdeñosa desatención. Y que, en ciertos momentos, nos permite avasallar -con nuestra voz y nuestras historias personales– el espacio propio de los demás.
Parece evidente que el teléfono móvil refuerza la intelectualización de la vida personal. Y aumenta la pérdida de sustancia empática de que disponía nuestro sistema relacional ligado a las comunidades rurales. Pérdida, pues, de esa emotividad orientada al encuentro personal.
Una ciudad invadida por los móviles es una ciudad expandida de ciudadelas digitales. Es una ciudad poblada de ciudadanos que no se saludan entre sí. Que no reconocen ni al otro, ni, tal vez, a su entorno más inmediato. Que no entablan relaciones de contacto corporal, porque han privilegiado, como sucedáneo de él, esa especial virtualización tecnológica en que consiste el movimiento de intelectualización y de monetarización.
Es una ciudad de ciudadelas que favorece la evaluación calculada del otro. Un egocéntrico, interesado, que nos lleva a considerar a los demás solo como puro instrumento de nuestras apetencias y necesidades.
Es una ciudad de ciudadelas ciudadela que bloquean activamente el encuentro y el contacto físico con nuestros conciudadanos. Que favorece una relación vicaria y codificada; estandarizada y estereotipada. Que potencia unas relaciones personales frías y distantes, ajenas e instrumentales. Al otro solo le prestamos una desatención calculada, cansada, saturada.
Todo ello va generando un carácter especial de nuestra época. Simmel lo caracterizaba, a principios de siglo y sin teléfono móvil, con el término francés blasé. O sea, una suerte de estado de apatía, de indolencia suave. Y lo entendía como una respuesta sicológica a la intensificación nerviosa que creaban las nuevas ciudades. Byung-Chul Han -ya en la época de los móviles- habla de cansancio, de saturación: “El exceso de positividad se manifiesta, asimismo, como un exceso de estímulos, informaciones e impulsos. Modifica radicalmente la estructura de la economía de la atención. Debido a esto la percepción queda fragmentada y dispersa”.
Las características de una socialidad dominada por los móviles
No es difícil caracterizar el tipo de socialidad que prevalece en en una sociedad de ciudadelas móviles. Es una socialidad:
- Desatenta. No reconocemos del todo a los demás, ni les prestamos atención profunda. No les escuchamos, apenas. Y, por supuesto, no intercambiamos con compromiso y con riesgo.
- Fragmentaria, sin hilo conductor. Hemos perdido el hilo que da coherencia a nuestro discurso y al diálogo. Sincopamos monólogos, que lanzamos al aire a la espera de encontrar solo un cierto eco, nunca una auténtica respuesta.
- Exclusivamente, expresiva. Producimos sentido solo para significarnos a nosotros mismos, no para compartirlo con los demás. No para construirlo con los demás. Porque rehuimos la confrontación y la contra-argumentación. No la soportamos. La consideramos tremendamente agresiva en un mundo en el que los móviles han generado una especie de higiene discursiva que actúan como una singular policía intelectual y discursiva. ¡Cada cual con su opinión libre!, decimos. No hace falta discutir, pues, las opiniones. En el fondo, le tenemos miedo a la discusión.
- Sin continuidad emocional. Nuestras emociones son flashes efímeros. Duran muy poco. Saltan rápidamente, de un estado a otro. Sin memoria, sin hilazón. Lo que nos mueve es el efecto final, el desenlace inmediato. No la duración y la lenta génesis de los sentimientos duraderos.
- De atención dispersa, sin sosiego. Nos inquieta todo lo que dure, permanezca o no se mueva intensamente. Preferimos a todo ello el movimiento por el movimiento, la plena agitación constante. Una atención dispersa que “se caracteriza por un acelerado cambio de foco entre diferentes tareas, fuentes de información y de procesos”(Byung-Chul Han, 2012).
El resultado, como ha escrito repetidamente, Turkle, es la soledad conectada, común.
Cada uno de nosotros rodeado y envuelto por las ciudadelas digitales que generan los móviles, se siente aislado, continuamente desatendido. Continuamente valorado solo como un número.
Cada uno de nosotros se siente solo y desatendido. Incluso entre familiares, rodeado de amistades, entre compañeros de trabajo. Cada vez que un teléfono móvil irrumpe en un grupo, y reclama la atención personalizada de alguien -y, por tanto, una desatención a los demás- algo del antiguo sistema relacional comunitario se deshace. Y lo hace en una escalada difícil de detener, como el crecimiento de una espiral. Porque por cada desatención activa, se abre la posibilidad de generar muchas más como respuesta.
Es todo este mecanismo el que está alterando decisivamente el sistema de socialidad de nuestra época. Y es esta situación la que nos deparan las nuevas ciudades digitales con sus múltiples ciudadelas personales gestionadas por los teléfonos móviles. Girls Air Jordan
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